12 años de esclavitud de Solomon, miles de años de la Humanidad

Hace unas horas volví a ver la película «12 años de esclavitud». Mi papá no la había visto y le propuse disfrutar de una función cinematográfica juntos, en el fondo ya sabía que le gustaría este filme dirigido por Steve McQueen, que ganó el Óscar como «Mejor Película» en el 2014.

Volver a revivir aquellas historias ocurridas en tiempos de la esclavitud en E.U.A. que la cinta muy bien refleja, me hizo sentir una profunda pena por todas aquellas personas que han sufrido el abuso de otra gente a lo largo de la historia del mundo.

En el universo de las dualidades, nos cuesta aceptarlo, pero los sentimientos buenos van en paralelo de los malos, por desgracia.

Pensé:

¿Qué te da derecho el disponer de la vida de un ser humano y colgarlo como medida de castigo?

¿Por qué sentirse más importante y superior que otro ser humano?

¿Para qué abusar y violar los DDHH de otra gente que no tiene las mismas condiciones que tú?

Muchas ideas e imágenes revolotearon en mi cabeza.

Experimenté tristeza profunda por lo que llega a hacer la Humanidad en los distintos países, épocas y regímenes; no tolero el abuso, mucho menos el que se da con violencia física.

Pensé en los niños que crecieron toda su vida siendo peones, deseando el tipo de vida del hijo del patrón, y que envejecieron y murieron, igual o peor que el tatarabuelo.

Imaginé el dolor de una madre al ser separada de su familia, soportando golpes, humillaciones, agresión sexual y el encadenamiento patronal.

Sentí el dolor de unas manos agrietadas por la tierra, picoteadas por espinas, callentas y ampolladas de tanto yelmo, hacha y talache; sentí la mordida de la serpiente en los pies descalzos, los ojos irritados por el polvo, el machetazo en la mano al cortar caña, la piel tostada por los rayos UV, la esperanza lejana como el Sol que muere en el horizonte.

La tristeza y el dolor se acrecentan… pienso en el frío de la madrugada, el latigazo punitivo que desprende la dermis, la dignidad aplastada por el poder, el cuerpo marcado por los huesos, la sed, el sudor, el hambre, el cansancio, la sensación de estar preso en un mundo en el que Dios no responde las plegarias.

Pienso en los afroamericanos, pero también en los yaquis, en los judíos explotados en campos de concentración en Alemania, los reprimidos por el Santo Oficio que murieron en la hoguera, los decapitados por la guillotina, en nuestros ancestros que perecieron por la espada de la religión del Viejo Mundo, en los jóvenes que hoy son presas de las maquiladoras en Zacatecas que pagan una miseria.

«Pienso, y luego existo», diría Descartes; en mi caso, después de ver la película, yo: «Pienso, y me entristezco».

Por lo anterior, estoy endeudado con el niño, la mujer, el hombre y la sociedad que sufrió en el ayer; su dolor persiste, se instala para recordarme que jamás debe reaparecer en el presente.

Quisiera poder quitar el dolor de las personas, la aflicción del adulto mayor que busca vender algún producto para comer y sustentar su casa, desaparecer la maldad e injusticia sobre todas las formas vida.

Tal vez no sirva de nada escribirlo, pero creo importante el vaciar mi sentimiento originado por una película que me recuerda lo imperfecto que somos como especie.

«12 años de esclavitud» debería ser un libro, o mínimo, película de estudio obligado en la secundaria, pues para cambiar el destino hay que entender el pasado, y por lo que siento y escribo, seguimos sin aprender el valor de la condición humana.

Trabajemos siempre por la igualdad entre las personas, nuestra signatura pendiente es que todo ser humano sea libre y pueda elegir su destino.

D E R

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